Hace algunas horas, UNICEF denunció la desaparición de quince niños de los hospitales haitianos. Se trata, muy seguramente, de una serie de secuestros que alertan acerca de la existencia de organizaciones dedicadas al tráfico de personas en la isla.
Esta denuncia indica que al horror de la catástrofe natural, sigue el horror de la evidencia del mal. Ni los terremotos, ni los huracanes son portadores del mal, como pretendió, a poco de conocerse la tragedia, un fundamentalista cristiano de los Estados Unidos, uno de esos que se rasga las vestiduras ante las tribunas en las marchas «PRO VIDA», que señaló que lo ocurrido era la consecuencia del pacto que los haitianos habían establecido con Satán en la época de su independencia.
El mal sólo puede ser cometido por un sujeto humano, por el hombre, quien esta dotado de razón y libertad, y por lo tanto, cada una de sus acciones puede ser interpretada a la luz de su autonomía.
Lo que quiero en este post es hacer una muy breve reflexión general que gira en torno al lugar que debemos dar a una noticia de este tipo. Lo más fácil consiste en interpretar estos hechos (a los secuestros me refiero), como una muestra más de los aspectos residuales de nuestro modo de vida. Hay personas – pensamos- cuyas actividades son delictivas: bandidos y terroristas. Ante estas personas, ante estas organizaciones, la responsabilidad de los Estados y la comunidad internacional es protegernos, a nosotros, la gente decente.
Creo que esta es una lectura completamente errónea. El problema que tenemos, es que aquellos que tienen en sus manos la responsabilidad de “asegurar” la paz y la decencia en el mundo, resultan las personas más peligrosas para nuestro bienestar como comunidad y nuestra supervivencia como especie.
Mucho se ha dicho, desde la aparición del libro de Saviano sobre la camorra, acerca de las analogías entre las prácticas corporativas, enquistadas en las burocracias estatales, y las prácticas criminales de la mafia. Creo que cualquier persona medianamente sensible, comprende, por ejemplo, que el complejo industrial-militar en los Estados Unidos es el principal promotor de la guerra en el mundo. Sabemos perfectamente, que después de 150 años de injerencias norteamericanas en Haiti, después de 150 años de favores por parte del amigo «americano», esta pequeña isla que no ha sufrido embargos, ni se ha visto condenada a bloqueos y atentados terroristas por parte de la mayor potencia del mundo, es hoy y lo ha sido desde hace mucho tiempo, la nación más empobrecida y miserable del planeta.
Cuando los Estados Unidos asumen arbitrariamente el rol de dirigir el rescate, desembarcan sus marines y mercenarios, y otorgan al señor Clinton la función de comandante de la operación, el mismo Clinton que impuso a la sociedad haitiana durante su mandato en la casa blanca las ominosas fórmulas neoliberales que hundieron al país en una catastrofe humanitaria; y cuando Europa, la Europa de los derechos humanos, de la democracia, de la justicia social, hace silencio y baja la cabeza, se saca la foto y vocifera moralista ante la violencia de los propios haitianos, comprendemos que la línea que separa a los traficantes de niños y los gerentes y políticos que deciden nuestra suerte, es mucho más estrecha de lo que pensamos.
Destruyen sociedades, imponen el hambre y la miseria, bombardean inescrupulosamente poblaciones civiles, hunden las economías regionales, persiguen, matan, encarcelan y hacen desaparecer a sus enemigos, corrompen las instituciones democráticas, protegen a sus socios tiranos, y condenan al ostracismo a los líderes que pretenden actuar a favor de su población, nos vigilan, nos registran, nos contralan y nos intoxican día y noche con la mentira. Y todo esto, que realizan sin pestañear, como decía Nietzsche sobre el último hombre, lo hacen sobre el fundamento, para ellos irrenunciable, del derecho a la propiedad privada, es decir, el derecho al saqueo, el derecho a ser dueño de esclavos, el derecho a beneficiarse a cualquier costo, el derecho a ser ladrón y asesino, el derecho a ser corrupto.
Esta es la moral que nos inculcan, la moral a la que somos iniciados en nuestras universidades de élite, en la que nos enseñan que el camino hacia la cúspide de nuestras carreras se basa en la asunción e interiorización de la verdad sobre la cual establece su reino el poderoso y que sus gerentes, sus políticos y sus periodistas están dispuestos a defender a cualquier coste, la verdad que proclama el derecho privilegiado del poderoso a delinquir.
Por lo tanto, amigos míos, deberíamos pensarlo todo de nuevo. Nuestro sentido común hace aguas por todos lados. En la euforia permanente a la que nos someten los medios, el infame posa como justo, mientras el perverso hace gala de su fidelidad al bien.
El planeta no aguanta más tiempo nuestra indiferencia, nuestra cuota de imbelicidad, nuestra contribución de maldad.
Allí donde miramos, allí donde pongamos el ojo y el oído, para ver y escuchar el sufrimiento y el reclamo de justicia, veremos siempre la misma escena, la misma repetida escena hasta el hartazgo. El poderoso, que con mano de hierro aplasta sin temblar a otro hombre, a otra mujer, a otro niño, justificando su violencia por medio de ese argumento repugnante que le otorga su derecho a tener, que el coro mediático entona sin que le tiemble la mano a la hora de escribir la sentencia que ejecuta al inocente.
Aquellos de nosotros que en nuestra vida cotidiana, defendemos al sinvergüenza porque nos cae simpático, y como bufones correteamos tras su sombra en busca de la bendición que promete el éxito. Aquellos de nosotros que atropellamos al indefenso y permanecemos silenciosos frente a las tropelias de los poderosos. Aquellos de nosotros que embobados admiramos al arrogante que mirándose en el espejo pretende un privilegio que ningún hombre debería arrogarse, que es el de usar a su prójimo como si se tratara de cosa. Todo nosotros, decía, deberíamos preguntarnos:
“¿Qué diremos, pues? ¿Que debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique?» (Rm 6,1)